lunes, 3 de mayo de 2010

Feliz hogar

Mamacita: ¡Qué envidia! (Como le dijera un hermano a Mimí cuando le contó de tu llegada al verdadero hogar.) La vida es en mucho un peregrinar errante, sólo vivible por la misericordia y el cuidado de Dios. En mucho somos como ciegos, vemos oscuramente, como por espejo, y damos tumbos aquí y allá, y sólo la luz de la Palabra, por el Espíritu, hace que no caigamos definitivamente en el hoyo y nos permite seguir avanzando hacia la meta. Tú no ves oscuramente: tú ves cara a cara. Es difícil que comprendamos a cabalidad el tamaño de esta enorme gracia, porque la carne es débil, nuestro espíritu flaquea. Pero a ese Señor al que nosotros le oramos a ciegas, al que a veces desearíamos tanto ver porque no nos alcanza la fe para creer, a ese Señor de quien leemos en los Evangelios, tan maravillosamente poderoso y amoroso, el Rey de los cielos y la tierra, el Rey de reyes y Señor de señores, a ese Señor ven ahora tus ojos y oyen tus oídos. ¡Es increíblemente hermoso! Y aun eso nos cuesta un poco asimilar porque en nuestra humanidad anhelamos tu carita y tu voz, y tu amantísima presencia en nuestra vida. Pero eso sólo habla de nuestra humana pequeñez, que tú en tu amor sabes comprender y que Dios también conoce y perdona. Porque no hay punto de comparación entre la vida en esta tierra y la verdadera vida a la que llegaste. No moriste, mamita: ¡naciste! Porque en esta tierra naciste en pecado y condenación por nuestros primeros padres, pero ahora fuiste liberada de ese flagelo y tu alma vive al fin libre del pecado para gozar y disfrutar de la inconmensurable belleza de la faz de nuestro Dios. Pronto nos veremos otra vez y para siempre. ¡Te amamos, madre!

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